La trocha que separa al país de Haití, desde Puerto Escondido hasta Cabo Duarte, es una vereda pedregosa que en las alturas de la Sierra del Bahoruco se bifurca en inaccesibles senderos hasta llegar a “tierra de nadie”, donde la vida humana, fría y dura, ha sido moldeada por el contrabando.Son vericuetos intrincados de una serranía cuyo entorno y espesura no sólo se prestan para el trasiego de productos agrícolas de gran demanda, como las papas, aguacates y habichuelas, sino también para la entrada hacia el lado dominicano de drogas y armas de fuego, o de vehículos de lujo robados que son llevados a Haití.
Tal es la magnitud del robo de vehículos que de 32 yipetas recuperadas en Haití y devueltas a las autoridades dominicanas en octubre pasado, 24 fueron introducidas al vecino país a través de distintos puntos de la frontera Sur, de acuerdo a las estadísticas policiales.
Pero no es casual que esa cultura del contrabando sea así en esta zona. Las condiciones y circunstancias facilitan el trasiego, sobre todo por la precaria vigilancia militar.
De Puerto Escondido, en la provincia Independencia, a la comunidad de Banano, en Pedernales, apenas hay cuatro puestos de “controles” militares, construidos hace más de 50 años durante la dictadura de Trujillo, a los cuales desde entonces no se les ha hecho una reparación ni tampoco se les ha dado una mano de pintura, a juzgar por el aspecto abandonado que presentan sus estructuras de concreto o de madera.
Eran recintos que anteriormente disponían de armas, municiones y de un número apreciable de efectivos con alimentos y avituallamiento necesarios para garantizar la permanencia de los soldados y, en consecuencia, el control y la seguridad militar.
Ahora las condiciones son otras. Losrecintos tienen una dotación de dos y tres guardias, quienes regularmente permanecen dos semanas de servicio ingiriendo clerén y salcochando batatas y otros víveres con los lugareños, incluso haitianos, y al final de la jornada son relevados durante dos semanas de descanso.
En el destacamento del Ejército Nacional de El Aguacate, en la ruta crítica de la frontera, la situación es inaudita: no hay casas ni letrinas para los militares. El teniente y dos alistados duermen, comen, beben y bailan bachatas con las haitianas de Zapotén en la sala que alguna vez albergó las oficinas del recinto, pese a que aún es muy de mañana.
Contrario al deterioro de la disciplina militar, los guardabosques o forestales del Ministerio de Recursos Naturales y Medio Ambiente, con sus casas recién fabricadas y dotadas de paneles solares y con modernos equipos de comunicación, son centinelas celosos de sus obligaciones cotidianas. La diferencia está a la vista: el lado haitiano es un terraplén donde no se ve una sola mata a la redonda, mientras la neblina cubre los pinos del impenetrable bosque dominicano.
Inversión y delincuencia
En la medida en que avanza el día y se atraviesa la frontera la vereda se hace menos transitable. Las temperaturas son bajas y el sol se cuela tenuemente entre los árboles.
En una ermita de la Virgen de La Altagracia, construida al lado del trillo, dos labriegos haitianos, a 27 kilómetros del paraje Los Arroyos, cargan sacos de carbón a la cabeza para ir a venderlos a Pedernales y así tener el dinero para comprar arroz y aceite para su sustento cotidiano.
Ya bajando por ambos lados del laberinto la agricultura dominicana se aprecia muy activa. Empresarios del Cibao se han radicado en la zona para fomentar cultivos agrícolas para la exportación, empleando a cientos de obreros haitianos en la recolección de aguacates y papas.
Pilo Marte vino de Constanza con 100 mil pesos en efectivo en el 2000 a comprar papas. Hoy es el propietario de 35 mil tareas sembradas de aguacates, que producen 6 millones de pesos de enero a marzo de cada año.
Cerca del empresario cibaeño está situada la finca de Rodolfo -Fiche- Acosta, un ganadero nativo de Neiba que llegó a la frontera hace aproximadamente 20 años. Las empalizadas de su propiedad delimitan a Chote y otras comunidades haitianas del paraje Cabo Duarte, una demarcación dominicana.
Acosta ha dispuesto una serie de medidas para evitar el tránsito de vehículos y peatones a través de su finca, como la prohibición a sus empleados de abrir el portón a particulares. Sólo pueden accesar soldados dominicanos o los militares peruanos de la Misión de Estabilización para Haití (Minustah), quienes tienen una base de operaciones en Anse Pitre, así como a un sacerdote que oficia misas en las comunidades fronterizas de ambos países.
“Más nadie tiene autorización. Si un camión de mercancías no tiene permiso de Aduanas, tampoco puede transitar por aquí.
Quiero, incluso, que las Fuerzas Armadas trasladen frente a mi finca el puesto de control que tienen en Cabo de Agua. Es una petición que con vehemencia le hago a las autoridades. Yo solo no puedo controlar esta situación”, precisa.
Recuperación de yipetas robadas en Haití
Entre 2008 y 2011 se sustrajeron 134 yipetas en distintos puntos del territorio nacional, de las cuales 65 fueron trasladadas a Haití burlando los puestos de controles militares dominicanos situados en la frontera.
En octubre de 2011, el general Héctor García Cuevas, director de Investigaciones Criminales de la Policía, coordinó con las autoridades haitianas la entrega de 32 yipetas recuperadas, de las cuales 24 fueron a parar al vecino país a través de la frontera Sur, específicamente entre el Puerto Escondido y Cabo Duarte.
Impunidad para el crimen organizado
La denominada “carretera internacional”, un camino construido artesanalmente por instrucciones del tirano Trujillo luego del protocolo fronterizo donde ambas naciones acordaron la instalación de los bonos o mojones para delimitar ambos territorios, durante décadas ha sido abandonada por los gobiernos.
En algunos tramos de la frontera Sur, empresas telefónicas, para instalar antenas y ampliar su cobertura de recepción celular, o agricultores particulares, para sacar sus productos, han realizado trabajos de mantenimiento. Sólo de esa manera pueden accesar con sus vehículos a la intrincada zona.
El deterioro de la vía, unido a la precaria vigilancia militar y a otros factores socio-económicos, han creado las condiciones de impunidad para el incremento del contrabando en la frontera, principalmente de armas de fuego y drogas que son introducidas al lado haitiano por diferentes puntos y luego traídas a Santo Domingo y otras ciudades del país, no obstante los puestos de controles fijos y móviles que existen en poblados y carreteras de la región Suroeste.
Igual trasiego se da con vehículos de lujo, sobre todo de yipetas, que son robadas en República Dominicana y trasladadas subrepticiamente a Haití a través de poblados situados a ambos lados de la franja que separa a las dos naciones que comparten el territorio de la isla Hispaniola.
Por Tony Pina