Por Vianco Martinez, Fuente ecos del sur.- El 17 de agosto, cuando el país esté celebrando –si, celebrando porque una escuela que abre sus puertas es siempre una celebración- el inicio del año escolar, en un lugar de la cordillera Central llamado El Roblito, cerca de un cruce de caminos entre Constanza y Padre Las Casas, habrá 62 niños que perderán su tercer año escolar consecutivo por falta de un maestro. Esta es la historia de su lucha.
Su escuela era una pequeña iglesia enclavada en un valle intramontano, y habilitada a la buena de Dios con unos pocos pupitres y una pizarra prestada para alojar a los alumnos de esa y otras comunidades, entre ellas los de una comunidad sin fortuna llamada La Fortuna.
La vida en ese centro era tan precaria que la maestra tenía que partir los lápices en tres pedazos para que aquellos parias tuvieran con qué escribir en sus cuadernos, así como organizar turnos para sentar a los muchachos en los pocos pupitres que había.
La maestra la pagaban las monjas de la Congregación del Cristo Crucificado, de Padre Las Casas, con retazos de unos recursos que les sobraban de alguno que otro proyecto.
Sus padres no pudieron estudiar porque no había escuelas en su tiempo ni había tampoco una realidad que lo facilitara. Pero ahora los hijos de la montaña quieren cambiar la historia y no encuentran una mejor manera de hacerlo que llevar sus hijos a la escuela.
El camino para conseguir el nombramiento de un maestro o una maestra en El Roblito ha sido largo y tortuoso. Han llevado cartas a los funcionarios correspondientes, han formado comisiones de campesinos harapientos para bajar su petición al despacho del encargado del Distrito Educativo de Padre Las Casas, han utilizado amigos en la capital para que susurren su necesidad en los altos despachos del Ministerio de Educación y han prendido velas a todos los santos.
Las monjas y sacerdotes de la zona, que andan como almas en pena peleando con los malos caminos para llevar un poco de consuelo a esas desconsoladas comunidades, han hecho hasta misas a ver si logran por vía divina lo que no han podido lograr por vía terrena. Pero lo único que han conseguido es perder su tiempo, es decir, el tiempo que tienen que dedicar cada día a sus plantíos, a sus cosechas y a sus familias.
Las primeras escuelas de la zona montañosa de Padre Las Casas fueron construidas por la iglesia, cuando los gobiernos, uno detrás de otro, no se habían enterado de que allí, en el macizo de la cordillera Central, en lugares bendecidos por la lluvia, donde los ríos prestan su galanura para que las tardes nunca dejen de ser grandiosas, hay 18 comunidades llenas de personas con derechos.
Los hijos de la montaña llevan consigo el signo de la desdicha. En su tierra llueve de mayo a noviembre; cuando eso sucede los ríos crecen y los caminos se niegan. Ver a un niño que va a la escuela haciendo equilibro sobre el lodazal, en medio de la soledad de los caminos, tiritando de frío al borde del precipicio, aferrado a sus cuadernos para que no se les caigan, sin zapatos, sin abrigo, sin nada, es un espectáculo que duele hasta en la mirada.
Un hombre llamado Cristian Ferreras, que se ha convertido en la voz de la montaña, me contó un día las vicisitudes que pasan los muchachos para ir a la escuela. “Vienen de La Fortuna, de El Roblito y de otros lugares muriéndose de frío. A veces no tienen ni zapatos para caminar dentro del lodo, y aun así quieren estudiar. Muchas veces no tenemos nada que darles para que vayan a las clases, y como quiera van a su escuela muertos de la risa”.
Un maestro, un simple maestro parado frente a una pizarra con una tiza en la mano, con el futuro sentado en su aula haciéndole preguntas y aprendiendo caminos para suceder, es una gesta, una metáfora de los nuevos tiempos. En una escuela hay demasiado futuro envuelto, demasiadas esperanzas de redención, demasiada urgencia de cambios para andar plagoseando por un maestro, cuyo nombramiento se resuelve en la capital con una firma, con una simple firma.
Los niños de la montaña no tienen nada. Su única riqueza son sus sueños. ¿Vamos a dejar que también a ellos, a los 62 niños de El Roblito y La Fortuna, los sueños se les enfermen de realidad